domingo, 17 de marzo de 2013

Carta al Comandante de mi Alma



Tuve zapatos que me impidieron tocar mi tierra. Tuve leche en polvo para que mis lágrimas tuvieran más cauce que el hambre y su pureza. Tuve colegio lleno de otras infancias escindidas de mi. No me faltaron tristes médicos ricos que me salvaron del sublime ahogo.

Aun así tuve suerte. Una madre desvelada cerró muchas roturas del abanico de mi vida cuando empezaba a abrirse. Un padre silencioso no dejó de ofrecerme las guardas de repuesto. Un hermano herido fue mi espejo, mi amado espejo roto.

Pero crecí sin patria. Y cuando digo patria digo historia, digo raíz, digo fuego, agua, tierra y viento; digo trascendente amistad, libertad, creatividad, esfuerzo compartido, solidaridad; dignidad común.

Tú me diste patria. Mi ciudad dejó de ser una ponchera donde se precipitaban los fracasos del mundo. Desde mis pesadillas y desvelos ascendí por la escalera de tu plan. Tejí junto a miles la única manta que cubre el frío de la soledad y espanta la jauría de los opresores.

Pusiste a nuestros pies un largo camino ascendente, en el que árboles frondosos y robustos libros abiertos movían sus hojas con cada uno de nuestros pasos. Desde el montón de cuartillas apiladas en mi aquiescente memoria, mariposas rojas levantaron el vuelo hasta poblar el sur de nuestras vivencias.

Dicen que no querías morirte. ¿Aún no comprendías que la muerte no te alcanza? El tiempo ha dejado de moverse en tu sangre, pero tu fuerza sigue moviendo al tiempo. Tu sangre ya no es torrente en tu cuerpo, sino luz en todas las vidas que tocaste.

Desde las raíces de este dolor que nos aferra al piso, te vemos brillar, inmenso y poderoso, haciendo señas para que sigamos.

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